En la primera quincena de septiembre Trump selló un par de acuerdos Trump Partido Demócrata en el Congreso. Este giro supone su primer intento serio de gobernar echando mano de un cierto bipartidismo, como suele ocurrir en ese país, a diferencia de España. Los senadores y congresistas republicanos, que han fracasado durante siete meses en sacar adelante leyes relevantes, se encontrarán muy presionados para obtener resultados positivos. Los parámetros de la política nacional han quedado modificados, de momento.
De derecha a izquierda: Nancy Pelosi (D), C. Schumer (D) y M. McConnell (R)
En la primera quincena de septiembre Donald Trump selló un par de acuerdos directamente con los dirigentes del Partido Demócrata en el Congreso, lo que es la primera vez que sucede en esta presidencia, trastocando al parecer el juego político nacional.
1) El 6 de septiembre Trump aceptó la propuesta de los dirigentes demócratas del Congreso (el senador Chuck Schummer y la diputada Nancy Pelosi), en una reunión en la Casa Blanca, para prolongar tres meses (hasta el 8 de diciembre) la autorización para que la Administración federal continuara haciendo frente a sus gastos y para elevar el techo de endeudamiento durante ese mismo periodo.
Con esta decisión Trump dejaba de lado el propósito de los jefes republicanos del Senado y de la Cámara de Representantes -también presentes en la reunión- de forzar dicho aplazamiento hasta el final de 2018, tras las elecciones parlamentarias de mitad de mandato (midterm) de noviembre de ese año, como se hizo en anteriores ocasiones.
Naturalmente, antes del 8 de diciembre de 2017 deberá negociarse nuevamente el aplazamiento de aquellos dos techos durante 2018, para evitar el llamado “cierre” de la Administración federal (government closure), esto es, la interrupción de todos sus pagos (incluidos los de personal) y la atención de la deuda pública federal.
2) El día anterior, el 5 septiembre, la Administración Trump había anunciado que ponía fin al programa federal por el que se permite la estancia y el trabajo en el país a los casi 700.000 extranjeros que entraron ilegalmente al país cuando eran menores de edad. DACA es el acrónimo por el que se conoce este programa: Deferred Action for Childhood Arrivals. Esta defensa frente a su deportación debe ser renovada cada dos años, para quienes que no hayan cometido delitos graves. A quienes se han acogido al programa se les conoce como “soñadores” (dreamers). DACA no fue sometido ni aprobado por el Congreso, como correspondía ya que constituye legislación sobre inmigración, sino que Obama lo adoptó mediante una orden ejecutiva (o decretazo), provocando la crítica de la oposición y dudas sobre su constitucionalidad.
Este programa no se ha cancelado ahora con efectos inmediatos, sino que se abre un periodo transitorio de 6 meses (hasta marzo próximo). Durante este tiempo, Trump y otros republicanos han instado al Capitolio a elaborar y adoptar la legislación pertinente que garantice la permanencia de estos jóvenes extranjeros (ahora con veintitantos o más de 30 años).
El 13 de septiembre –para sorpresa general- Trump alcanzó un principio de acuerdo con los líderes demócratas del Congreso sobre DACA, con la contrapartida para Trump de que se apruebe simultáneamente el fortalecimiento de las medidas de vigilancia (tecnológica, mediante patrullas …) en la frontera con Méjico, pero dejando fuera todo lo relativo a completar los tramos de muro que aún no están construidos.
Es llamativo que el periódico de centro-izquierda The Washington Post se ha pronunciado en un editorial en favor de conseguir sacar adelante este acuerdo, siendo -creo- la primera vez que respalda una decisión del nuevo presidente.
En Estados Unidos, a diferencia de lo que sucede en España, es bastante frecuente que las leyes sean adoptadas con un apoyo de parlamentarios de parte de ambos grupos, en función de los intereses particulares existentes en ciertos distritos electorales sobre ciertas materias. Nadie considera ese comportamiento una traición ni se toman medidas disciplinarias contra quienes han dado su voto a un proyecto impulsado por el otro partido. Aunque es cierto, por desgracia, que la creciente polarización política que se vive en ese país desde hace un par de décadas está dificultando cada vez más aquella sana forma de actuar. Las leyes aprobadas con un apoyo bipartito resultan más sólidas y gozan de más probabilidades de no ser revocadas al ocupar el poder el otro partido.
El giro
Con independencia de los asuntos concretos en torno a los que se han producido ambos acuerdos, lo relevante es que el Presidente Trump ha optado a comienzos de septiembre, por cambiar su rumbo y tantear la vía del bipartidismo.
Durante los primeros siete meses de su presidencia, Trump se apoyó exclusivamente en los senadores y congresistas republicanos. Además, eligió como el primer punto de su agenda legislativa un tema en el que apenas cabía ganarse el voto de nadie de la oposición: la revocación del programa nacional estrella de Obama: la reforma sanitaria, también conocida como Obamacare.
Esta táctica fue de fracaso en fracaso durante los siete meses, no solo por la cerrada oposición de los demócratas, sino también por las insalvables y escandalosas divisiones entre los republicanos en la colina del Capitolio. De este modo, cuando llegaron las vacaciones parlamentarias no se había logrado la revocación del Obamacare y su sustitución por otro sistema de asistencia sanitaria, ni se había aprobado ninguna otra gran ley, aunque sí varias de segundo rango, que han pasado desapercibidas.
Trump, que posiblemente se equivocó al elegir el asunto sobre el que se proponía dar su primera gran batalla en el Congreso, en agosto tenía motivos para sentirse defraudado por los grupos republicanos en el Senado y en la Cámara de Representantes que, por otra parte, personalizó en sendos jefes (Mitch McConnel en el Senado y Paul Ryan en la Cámara Baja), aunque los problemas son mucho más profundos.
Buena parte de los comentaristas políticos de la izquierda está aprovechando este giro (pivot, en inglés) de Trump para atizar su enfrentamiento con los líderes republicanos en el Congreso y, de paso, para promover una revuelta de la base electoral de Trump contra el presidente, aduciendo que está siendo traicionada por aquel a quien eligieron en noviembre.
Relación de Trump con su base electoral
Este último punto, la satisfacción o no con el presidente de la base que votó a Trump el 8 de noviembre, conviene repasarla porque es un asunto clave para su permanencia o caída.
Donald Trump tomó posesión el 20 de enero de 2017 con un porcentaje de aprobación general anormalmente bajo, el 44%, cerca del porcentaje que le votó el 8 de noviembre: el 46,1%.
Por otro lado, desde su entrada en la Casa Blanca Donald Trump perdió unos 4 puntos en la aprobación del electorado general, oscilando desde mediados de mayo en torno al 40%; dicha pérdida inicial tampoco suele suceder en los primeros meses de gobierno de un nuevo presidente. Ahora bien, por otro lado dicha cifra de 40% de aprobación en estos pasados meses implica que el 85% de quienes le votaron en noviembre siguen apoyando a Trump. No es una cifra favorable, pero sí significa que el grueso de su base electoral le sigue siendo fiel y se siente satisfecha con su labor de gobierno, a pesar del bloqueo legislativo que se ha producido. Con esos porcentajes no tendría buenas perspectivas el siempre presente deseo de la izquierda de forzar la destitución (impeachment) de Trump.
Es probable que, con el tipo de información que se difunde en nuestro país sobre Estados Unidos, ese resultado de lealtad de sus votantes sea un tanto incomprensible, pero no sucede eso en la sociedad estadounidense.
En el sondeo Wall Street Journal/NBC News realizado un poco después de las elecciones presidenciales, 4 de cada 10 de quienes optaron por Trump declaraban que una de las principales razones por las que lo habían votado era que Trump iba a cambiar el modo de funcionamiento tradicional de Washington. Únicamente el 10% de sus votantes deseaba que se comportara como un republicano normal, al uso. Y ¿quién duda que el nuevo presidente está alterando sustancialmente el estilo propio de la capital del país?
Con sus votantes no sucedió lo del Brexit en el Reino Unido, que al día siguiente emprendieron aquello de “si hubiera sabido que …”. Sabían lo que querían y no han cambiado de opinión en estos meses.
Trump no tiene una ideología conservadora y sus votantes ya lo sabían. También sabían que a Trump apenas se le puede clasificar como un republicano.
Por ello, como dice el director de la oficina en Washington DC del Wall Street Journal y observador de primera mano de la actividad del poder federal, Gerard Seib, “a fin de cuentas, Trump se presentó ante el electorado prácticamente como un político independiente”.
Por tanto, el presidente “probablemente se encuentre (ahora) en terreno seguro tras efectuar el giro” en sus alianzas. El deseo de la izquierda de provocar un cisma entre Trump y su base electoral, seguramente quedará en nada.
Es de esperar que únicamente el ala más conservadora de los republicanos haga pública su disgusto durante un tiempo. La mayoría de los demás quedarán satisfechos con que Washington, por fin, haga algo útil, esto es apruebe leyes sobre los problemas del país. En este caso una ley que permita 3 meses de funcionamiento de la Administración –evitando su paralización en septiembre-, también la legislación que va a destinar con rapidez fondos a los damnificados por los huracanes Harvey (en Tejas) e Irma (en Florida), así como el emplazamiento a que el Congreso solucione de manera definitiva la suerte de los llamados “soñadores” (los jóvenes a quienes sus padres introdujeron ilegalmente en el país). Trump se presentó ante los electores como el “gran negociador” y ahora –con un indudable retraso- puede mostrar algunos resultados.
Ahora bien, ¿dudará mucho esta vía bipartidista en la política nacional? Es poco probable. Haber comenzado en febrero por un tema tan crispado como la reforma sanitaria, ha alejado aún más las posiciones entre el presidente y la izquierda. Los dirigentes parlamentarios del Partido Demócrata van a estar muy presionados por las bases radicalizadas de su partido, estrechando mucho su margen de negociación en diversas áreas. Finalmente, el propio Trump ha mostrado tener un carácter poco constante, inapropiado para hacer triunfar tensas negociaciones durante un largo periodo de tiempo, lo que le hace centrarse preferentemente en cuestiones de corto plazo.
En cualquier caso, mientras dure este bipartidismo podrían obtenerse resultados positivos. El terreno más propicio para ello –como se sabe desde enero- sería en la adopción de un gran plan de inversiones en infraestructuras, pero este asunto no puede avanzar mientras que no se despeje la reforma de la tributación de sociedades y de las personas físicas, cuyo primer borrador está anunciado para fines de septiembre. En esta reforma, hay puntos de encuentro pero también grandes diferencias entre ambos partidos (como la imposición sobre las personas más adineradas). En la reorientación de la política comercial exterior, sobre la base del reconocimiento de los efectos adversos de la globalización para sectores trabajadores de EE.UU., podría haber un buen entendimiento entre ambos partidos.
De todos modos, el apretado calendario electoral en este país casi determina que las posibilidades del bipartidismo se desvanecerían al comienzo de la primavera, debido a las elecciones parlamentarias (midterm) que tendrán lugar en noviembre de 2018. Hay una ventana de posibilidades de medio año de duración, para nuevos acuerdos Trump Partido Demócrata. Veremos qué sucede.
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