Ni los objeticvos nacionales ofrecidos estos días por EE.UU. ni los de China para la cumbre climática suponen compromisos vinculantes, augurando para Copenhague un simple acuerdo político de intenciones, no un verdadero tratado internacional
La Casa Blanca ha anunciado, finalmente, el día 24 de noviembre que el Presidente Obama asistirá a la Conferencia de Naciones Unidas sobre el Cambio Climático que va a tener lugar en Copenhague del 7 al 18 de diciembre. Cerca de 75 Jefes de Estado y de Gobierno habían confirmado de momento su participación en la cumbre, entre ellos el primer ministro británico Gordon Brown, el presidente francés Sarzoky y la canciller alemana Angela Merkel. Casi todos los dirigentes mundiales van a estar en Copenhague en los últimos días de la conferencia, cuando se debería ultimar el tratado resultante. El presidente norteamericano, por el contrario, estará presente el día 9, justo al comienzo. [Finalmente, Obama asistió a la fase final de la cumbre, como los demás líderes mundiales] Esta decisión pone fin a semanas de dudas e incertidumbre sobre la participación del presidente norteamericano, que los europeos venían demandando para aumentar las posibilidades de que se alcance un acuerdo en contactos directos entre los principales dirigentes mundiales.
La Casa Blanca ha desvelado también la propuesta que el Presidente Obama ofrecerá en la cumbre: una reducción en su país de las emisiones de gases de efecto invernadero del 17% en 2020, respecto al nivel de 2005. Esta oferta, sin embargo, no podrá ser ni firme ni definitiva –tan sólo tentativa y condicionada- ya que la legislación climática que la podría amparar está paralizada en el Congreso de EE.UU. y su tramitación no es previsible que acabe hasta la primavera, probablemente con modificaciones y recortes.
Es relevante llamar la atención que durante 2009 y 2010 el Partido Demócrata ostenta una mayoría en ambas cámaras del Capitolio. A pesar de ello, el presidente está teniendo seria dificultades para que los congresistas de su partido aprobasen sus llamativas iniciativas contra el cambio climático.
Al día siguiente a estos anuncios hechos en Washington, el gobierno de China hizo pública también la oferta que presentará en Copenhague. Una disminución de entre el 40% y el 45% en 2020 respecto a los valores de 2005, en términos de la cantidad de emisiones generada por cada unidad del Producto Interior Bruto (PIB). Dicho de otro modo, la actividad económica general china deberá producir en 2020 menos emisiones que en 2005, por cada unidad de producción. Pero como su PIB va a seguir creciendo con rapidez, en 2020 el total de emisiones de China será muy superior al nivel de 2005 y seguirá incrementándose durante décadas.
Desde el primer momento se ha querido resaltar que “esta es una acción voluntaria adoptada por el Estado chino”, lo que equivale a decir que no están dispuestos a incluir este objetivo en un tratado internacional que le obligue legalmente a su cumplimiento. Consiste, por tanto, en una política adoptada unilateralmente, que podría ser revisada de este mismo modo.
De hecho, China ya está hoy a mitad de camino de conseguir la meta que acaba de anunciar a bombo y platillo, ya que desde 2005 está aplicando por su iniciativa un conjunto de medidas para reducir un 20% el consumo de energía por unidad del PIB en 2010, con objeto de incrementar la eficiencia energética de su sistema de producción y de transporte y reducir costes.
Cualquiera que conozca mínimamente la lógica de una economía capitalista –como es hoy la china (con el añadido de una muy amplia intervención pública)- sabe que forma parte intrínseca de sus funciones básicas economizar los recursos que se emplean en los procesos productivos: mano de obra, materias primas, energía, etc. Y esto sin necesidad de acuerdos internacionales de ningún tipo. Desde que Inglaterra generalizó el uso del carbón en su economía desde finales del siglo XVIII, en su revolución industrial, el sistema buscó por sí mismo elevar el rendimiento de ese recurso y, con el tiempo, su sustitución por otra fuente de energía con más ventajas, con la introducción del petróleo y sus derivados desde el primer tercio del siglo XX.
Como es sabido, uno de los fines últimos del actual movimiento ecologista radical es arrinconar los mecanismos de mercado a nivel internacional, sustituyéndolos por una planificación pública (¡decidida y ejecutada por organismos de Naciones Unidas!), amparada en acuerdos internacionales sobre el cambio climático, como el que buscan alcanzar en Copenhague. Por eso Margaret Thatcher, en la etapa final de su vida, identificó al movimiento internacional sobre el cambio climático como la principal amenaza mundial a la economía de mercado desde el hundimiento de la URSS en 1991.
China y EEUU representan conjuntamente en la actualidad en torno al 40% de las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero, por lo que los anuncios hechos estos días por ambos países tienen relevancia para la cumbre de diciembre. De todos modos, lo que no podrán conseguir es que se cierre en Copenhague un tratado internacional legalmente vinculante en sustitución del Protocolo de Kioto que vence a finales de 2012, como era el objetivo hasta hace escasas semanas.
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