Causas económicas, políticas, demográficas y culturales de la insatisfacción de las bases electorales de la derecha. Trump, un conservador muy atípico.
Las elecciones primarias como espejo de la sociedad estadounidense. Las radicales campañas del Partido Demócrata y del Partido Republicano. El izquierdismo y sectarismo de Obama, impulsores de ambas radicalizaciones. Trump, un conservador muy atípico, está siendo el portavoz de la insatisfacción de las bases de derecha. Las causas económicas, políticas, demográficas y culturales de aquel estado de ánimo. El extrañamiento social provocado por el intenso proceso de globalización vivido a finales del siglo XX.
No hace mucho un analista de la Brookings Institution (un think tank, esto es, un laboratorio de ideas) me declaraba su fascinación por las elecciones ya que, en su opinión, ofrecían una radiografía de cómo se siente una sociedad. Veamos cómo se encuentra la sociedad estadounidense.
La precampaña electoral en Estados Unidos, con las primarias y caucuses (procesos asamblearios escalonados) en cada uno de los 50 Estados, se encuentra ya en su fase final tras más de diez meses, en lo que constituye el proceso más democrático del mundo para la elección de los candidatos a unos comicios presidenciales.
Las precampañas electorales
La mayor parte de los analistas están señalando los rasgos inéditos o, al menos, sumamente inusuales de esta precampaña en Estados Unidos. Si bien buceando en el siglo XX se encuentran algunos precedentes algo parecidos (Ross Perot, Pat Buchanan …), nunca presentaron la amplitud e intensidad que estamos presenciando en 2015-2016.
En primer lugar, en anteriores elecciones presidenciales ya en el mes de marzo había destacado claramente alguno de los aspirantes a la candidatura en cada uno de los dos partidos, lo que este año solo está sucediendo a comienzos de mayo. Esta indeterminación de la precampaña responde en buena medida a la división existente en cada uno de los dos partido y, más específicamente, a la incapacidad de ninguna de las candidaturas para imponerse claramente sobre sus contrincantes. Esta pugna política inconclusa está yendo de la mano de una notable movilización de las bases más activas de los partidos, que son los protagonistas de las primarias.
Otras características especiales, son las dos siguientes: el relevante papel que están jugando los aspirantes intrusos o insubordinados (outsiders, en inglés) y la polarización de los programas y actitudes hacia ambos extremos del espectro político de EE.UU., originándose movimientos de carácter populistas, mientras el centro va menguando.
En junio de 2015 nadie concedía al senador Bernie Sanders -de 75 años- ninguna posibilidad para la precampaña del Partido Demócrata. De hecho, acababa de afiliarse a ese partido en enero 2015 tras toda una vida como político independiente, a la izquierda de los demócratas. Sanders es el único precandidato a la Presidencia de EE.UU. durante el siglo XX y comienzos del XXI que se ha definido a sí mismo como un “socialista democrático”, basando su estrategia en llevar a cabo una “revolución política”. Con un programa centrado en la denuncia de “Wall Street” (esto es, de las grandes compañías financieras) y la promesa de una gran expansión del sector público -ampliando la asistencia sanitaria del Obamacare, haciendo gratuita la enseñanza superior (pública), etc.-, sustentada en un gran incremento de impuestos sobre todos los grupos sociales ha conectado y alimentado un considerable movimiento radical constituido principalmente por jóvenes y los blancos en general, que no cejan en su apoyo entusiasta a Sanders. A dos meses de la convención de su partido a finales de julio Sanders no ha tirado la toalla y, todavía, no está matemáticamente derrotado para la convención.
Por su parte, a comienzo del verano 2015 y conforme a la “sabiduría política convencional” un precandidato como el multimillonario Donald Trump, con su actitud grotesca y autoritaria, total inexperiencia política, populismo descarado e imprecisión de sus propuestas no debía haber llegado al otoño de dicho año, autodestruyéndose en los primeros meses de precampaña. No era una suposición infundada; lo sucedido durante las pasadas décadas apuntaba en esa dirección.
Donald Trump, como Bernie Sanders, también es un recién llegado a su actual partido, el Republicano. Nunca tuvo una participación activa en el partido, en 2000 intentó una candidatura a la presidencia con un efímero tercer partido y a mediados de esa década apoyó a la candidata Hillary Clinton para el Senado por Nueva York, probablemente para favorecer sus negocios.
Trump, hasta mediados de mayo, apenas ha puesto en pie una organización de cobertura nacional como era obligado hacer, ni ha contado con un suficiente número de asesores, ni resultaban creíbles los pocos que le aconsejaban. Tampoco se está gastando mucha de su fortuna, sacando ventaja de la cobertura gratis que consigue en los medios con sus interminables provocaciones e insultos y su experiencia de showman televisivo. Para muchos analistas, no parece que Trump tuviera previsto durar tanto tiempo en la precampaña y menos llegar a la recta final.
Tanto Trump como Sanders tienen a gala y recuerdan continuamente a sus audiencias su postura ajena, extrañada, respecto a las direcciones de sus respectivos partidos; esto es, su postura anti-establishment. Los dirigentes demócratas, casi sin excepción, se apiñaron desde el comienzo en torno a su candidata Clinton, que es una de ellos. La dirección republicana ha estado empleando cuanto tenía a mano para parar al Donald, como se le llama en un tono poco respetuoso. Casi ningún dirigente republicano (salvo Sarah Pahlin y el gobernador Chris Christie, de Nueva Jersey) le respaldó hasta su victoria en Indiana los primeros días de mayo. Esta soledad ha sido muy reveladora, tratándose del aspirante que ha ido en cabeza desde agosto 2015.
Hace mucho tiempo que no se manifestaba en EE.UU. este intensa desafección hacia los políticos, en ambas corrientes políticas a la vez; una densa nube de insatisfacción domina el ambiente de la precampaña nacional. El ya existente desprecio hacia “Washington”, hacia la clase política nacional, hacia la inoperancia parlamentaria, ha alcanzado cotas preocupantes, debilitando la estructura del poder nacional. El índice de confianza ciudadana en el Congreso es casi imposible de empeorar, situándose actualmente en el 8% de los encuestados a nivel nacional. No debe minusvalorarse el hecho de que la estabilidad del sistema político en este país se sustenta en un estricto y duradero bipartidismo.
Otro elemento de similitud entre los dos principales aspirantes actuales a la presidencia es su aguda impopularidad. En casi todas las encuestas están recibiendo una valoración negativa por el electorado nacional, con cotas que no se habían visto desde hace muchas décadas; Trump el 65% y Hillary Clinton el 56%. Cualquiera de estos dos candidatos, tienen casi vedado alcanzar el respaldo de votantes indecisos o desencantados del otro partido, lo que suele resultar decisivo para ganar la Presidencia. Hace cuatro años, tanto Obama como el republicano Romney rondaban el 45%, a estas alturas.
La precampaña radical del Partido Demócrata
Cada semana que pasa se incrementa la probabilidad de que Hillary Clinton vaya a obtener el suficiente número de compromisarios antes de la Convención del mes de julio para ser elegida la candidata por su partido, sin ningún problema, en la primera votación.
No obstante, la participación de Bernie Sanders en la precampaña y el inesperado y amplio respaldo que está obteniendo entre las bases activistas del partido ha provocado un cambio relevante en el campo demócrata: la precandidata Hillary Clinton se ha visto presionada para radicalizar su programa político y ha ido cediendo desde el verano de 2015. Clinton ha pasado a apoyar el matrimonio homosexual, ahora rechaza la guerra de Irak que en su momento apoyó con su voto en el Senado, se opone al proyecto de oleoducto Keystone XL que aprobaba cuando estuvo al frente de la Secretaria de Estado, se ha alejado del libre comercio que antes defendía, etc. A Hillary Clinton se la percibe como una política oportunista de fácil adaptación al viento predominante en cada momento. Hoy en día sus propuestas políticas se han distanciado muy considerablemente del programa bastante moderado que definió la Presidencia de su marido en los años 90; esto equivale a una desautorización en toda regla del legado político de Bill Clinton, quien se ve obligado a callar, con evidente disgusto por su parte, revolviéndose de vez en cuando en favor de la labor de su Presidencia (como frente a activistas negros radicales que echaban abajo hace unas semanas la dura reforma penal que introdujo Bill Clinton y que dio grandes resultados positivos en términos de reducción de la inseguridad).
La radicalización actual de las bases activistas del Partido Demócrata, sobre todo los jóvenes y los blancos progresistas en general, tiene su origen inmediato en los siete años de Presidencia de Barak Obama, que ha sido la más escorada a la izquierda de toda la historia de este país. Obama ha forzado una y otra vez los límites constitucionales de su autoridad para puntear al Congreso, cambiando leyes a las bravas, por decreto (executive orders): su intento de legalización de cuatro y medio millones de inmigrantes ilegales (en diciembre 2014) fue el caso más fragrante, que aún está paralizado por los tribunales, debido a su dudosa constitucionalidad. Pero este tipo de excesos se han producido también en la sanidad (Obamacare), en la política medioambiental (obstrucción al uso del carbón en las centrales térmicas, veto al oleoducto Keystone XL) y en otros campos (como la regulación de internet, la net neutrality), que también están siendo invalidados por sendas sentencias de los tribunales.
Obama casi nunca ha buscado lealmente el entendimiento con los congresistas del otro partido, como es habitual en este país –como hicieron Ronald Reagan, Bill Clinton y otros muchos presidentes-. Obama ha optado por el enfrentamiento frontal sistemático con los republicanos… a lo que también ha contribuido la actitud intransigente –purista, opuesta a cualquier compromiso- de los nuevos políticos del Tea Party en el campo republicano, como ha sido el caso de Ted Cruz.
Finalmente, la evolución económica ha favorecido la tendencia al radicalismo izquierdista, entre las que destaca la lenta salida de la crisis financiera y la débil recuperación de los ingresos de muchos sectores de las clases medias. Luego volveremos sobre estos cambios económicos.
La preocupante precampaña del Partido Republicano (el Grand Old Party, GOP)
Hasta finales de enero de 2016, cuando estaba a punto de arrancar el proceso de las primarias, las fuerzas vivas del GOP (el establishment) apenas prestaron atención a Donald Trump, casi le ignoraron, al tiempo que no le combatían, de lo que ahora se lamentan. Y ello a pesar de que el Donald llevaba medio año en lo más alto de las encuestas. Los otros dieciséis precandidatos republicanos tampoco le tomaron muy en serio. Los medios de comunicación republicanos o conservadores, adoptaron una actitud de análoga pasividad. Unos y otros estaban convencidos de que semejante personaje estrambótico (ajeno a todas las normas convencionales) se destruiría a sí mismo; pero no fue así. La reacción de todas estas fuerzas al avecinarse las primarias, pasando a un ataque sistemático, sin embargo, no consiguió descarrilarle.
En todo el siglo XX no se conoce una precampaña de evolución tan imprevisible y alarmante, que hubiera sumido al Partido Republicano (PR) en semejante confusión y división. En 1940 otro outsider (Wendell Willkie) resultó candidato, perdió las elecciones, pero en un par de años toda la aventura quedó olvidada, volviéndose a la normalidad. Por el contrario, ahora casi nadie opina que el fenómeno Trump vaya a constituir un sobresalto pasajero, del que el Partido Republicano se podrá recuperar en poco tiempo tras su previsible derrota en noviembre.
En realidad, ¿qué es lo que está sucediendo en el Partido Republicano?
Lo que estamos presenciando es la conjunción de dos elementos: un personaje como Donald Trump, al tiempo que ha tomado fuerza desde hace una década un movimiento de protesta y revuelta frente al aparato establecido del partido.
Donald Trump apenas encaja en los moldes políticos e ideológicos del GOP. Es un elemento extraño que, no obstante, ha sabido convertirse en el portavoz indiscutido de la insatisfacción que existía en amplias bases del partido.
En realidad, Trump carece de firmes convicciones ideológicas ni políticas, saltando de una a otra postura según lo que pueda hacerle ganar en cada región.
La propia vida de Trump ha estado muy alejada de los valores conservadores tradicionales de los estadounidenses. Se ha casado tres veces, divorciándose dos; su fortuna no supone en sí mismo un obstáculo -ya que en EE.UU. no se vilipendia, sin más, a la gente que tiene mucho dinero-, pero ha protagonizado episodios empresariales discutibles, como la aparente estafa de la Trump University, que acabó en bancarrota. Trump se declara presbiteriano, pero es conocida su muy escasa asistencia a los servicios religiosos (salvo en vísperas de las primarias, ya que necesita ganarse al amplio sector de los evangelistas y otras corrientes del protestantismo), así como su incapacidad de citar pasajes de la biblia sin cometer errores de bulto.
Tras diez meses de precampaña la elaboración de su programa político está en pañales y, lo que es peor, Trump cambia sus propuestas de una a otra semana en función de las audiencias a las que se dirija y de cómo crea que le vendrá bien en cada ocasión. En la presentación de su simulacro de programa de política exterior el 27 de abril, proclamó que “la mejor manera de alcanzar (nuestros objetivos) es mediante una política exterior ordenada, decidida y congruente” para, a renglón seguido, declarar que “debemos ser imprevisibles” en nuestra acción exterior.
La propuesta de Trump de construir una muralla a lo largo de toda la frontera sur del país (y, además, ¡hacérsela pagar a los mejicanos!) y su exacerbado proteccionismo contra la competencia exterior a los productos fabricados en EE.UU., amenazando continuamente con emprender guerras comerciales contra Méjico, China y otros países emergentes, son la base de todo su programa y el principal motivo de su popularidad, no entre el público en general, pero sí entre sus seguidores. Por tanto, oposición a la inmigración y al libre comercio.
Pero el visceral rechazo de Trump a la inmigración y su tono insultante le están enajenando al Partido Republicano el voto de la principal minoría del país, los hispanos, que en 2015 suponían el 17,4% de la población total, con 55 millones de personas. La proporción de población de raza negra permanece estable en torno al 13% del total.
En cuanto al régimen de comercio, el P.R. viene siendo el defensor de su carácter abierto desde hace décadas y así debe seguir siendo, frente al creciente proteccionismo retrógrado del Partido Demócrata. Las recetas demagógicas de Trump fueron aplicadas en este país tras la crisis bursátil de 1929, empezando por la reforma (esto es, la gran elevación) de aranceles de importación Smoot–Hawley, de 1930. Sus socios comerciales respondieron con la misma moneda y el comercio exterior de EE.UU. se redujo a la mitad, provocando la mayor depresión económica de toda la historia de este país, exportándola al resto del mundo civilizado. ¿Y qué puede pensarse de sus exabruptos y amenazas contra las empresas estadounidenses que se lleven la fabricación a otros países? Una vez más, es la caza del voto –minoritario, pero sufrido- que ha sido perjudicado por la producción más barata de los países emergentes.
En otras importantes cuestiones, Trump también se ha aproximado mucho a las políticas de Obama y de los demócratas, aunque grite en sentido contrario. Trump propugna el mantenimiento y expansión de las redes sociales de asistencia sanitaria (Medicare, para las personas mayores, y Medicaid, para los más pobres) y ampliación de los programas de cobertura sanitaria –con subvención pública- denominados Obamacare. Todo ello, comporta una gran expansión del sector público (big goverment), que se añadiría al ya protagonizado por el propio Obama, que es la antítesis del ideario conservador desde hace muchas décadas. Además, las proyecciones económicas indican que hacia la mitad de la próxima década el sistema de asistencia sanitaria pública entrará en quiebra, a menos que la economía crezca mucho más rápido que lo está haciendo en la actualidad, bajo Obama.
En política exterior Trump proclama que reforzará las fuerzas armadas (lo que en este país resulta muy popular) pero, a renglón seguido, se apunta al relativo aislacionismo que ha practicado Obama, al decir que EE.UU. no debe intervenir mucho en el exterior. ¿Para qué quiere, entonces, unas mayores fuerzas armadas? Para ganar votos. Coloca en el centro de su planteamiento hacia el exterior un marcado unilateralismo, “América Primero”, lo que casi anularía el papel director que sólo este país puede jugar en la arena internacional, enajenándose sus aliados. Eso sí, esta nefasta propuesta también le proporciona a Trump votos de los desencantados con las pasadas guerras, que tuvieron un alto precio en vidas humanas perdidas y destrozadas. Y, como guinda de tamaño disparate en política exterior, proclama que se llevaría muy bien con su “amigo” Vladimir Putin.
Como ha podido verse, la única ”convicción” de Donald Trump es su ansia de captar votos a costa de lo que sea, sin pararse a considerar si sus propuestas son o no convenientes para el país y para el partido que le va a dar los votos, y mucho más. A fin de cuentas su populismo no es estrictamente de derechas, sino una combinación incoherente de políticas de uno y otro signo, con abundantes elementos del programa progresista estadounidense.
Para finalizar esta descripción, conviene recordar que Trump lleva más de medio año ufanándose de que “diga lo que diga” (esto es, cualquier barbaridad), “nada me pasa factura” con el electorado. Sus seguidores no quieren saber nada negativo sobre él y apartan sin más cualquier crítica o denuncia en su contra, por fundada que sea. Este seguimiento ciego, irracional, al líder es un rasgo común de los populismos, que en EE.UU. nunca había adquirido semejante intensidad y amplitud.
¿Qué movimiento es ese, en el Partido Republicano?
El movimiento de base que se ha aglutinado ahora en torno a Donald Trump se ha ido originando desde hace casi una década (antes incluso de Obama) impulsado por un estado de ánimo de gran insatisfacción, casi de ira, en amplios sectores conservadores de la sociedad.
Las causas de este cambio anímico en la sociedad estadounidense son tanto económicas, como políticas, demográficas y culturales. Sus raíces, a fin de cuentas, se hunden en el extrañamiento social provocado por el intenso proceso de globalización vivido a finales del siglo XX, agitado luego por la crisis financiera de 2008.
Este movimiento político en EE.UU. está emparentado con el malestar que se manifiesta en extensas zonas de la Europa contemporánea, dando lugar a populismos de uno u otro signo.
Los móviles económicos de este movimiento son muy parecidos a los que están causando la radicalización en el Partido Demócrata, pero están engendrando reacciones de signo contrario, en lo político. Dichas causas son la lenta recuperación económica y la débil evolución de los salarios de capas de la clase media. Desde 2009 (primer año de Obama) las tasas de crecimiento anual del PIB han oscilado en torno al 1,7%, la mitad que en todo el periodo anterior, lo que supone un cambio de tendencia. El desempleo se ha ido contrayendo y a comienzos de 2016 se sitúa en un saludable 5%. Ahora bien, los ingresos medios de gran parte de las clases medias también han entrado en una nueva tendencia y apenas han crecido desde junio 2009, cuando finalizó la crisis económica en EE.UU.
En España esos datos macroeconómicos serían muy bien acogidos, pero para la sociedad estadounidense resultan muy insatisfactorios, acostumbrados a mejores resultados durante las décadas precedentes. Las encuestas sobre el estado de ánimo de los ciudadanos y el comportamiento en esta precampaña así lo indican claramente.
De hecho, hace una década parte de los trabajadores manuales, sobre todo los blancos, se pasaron del Partido Demócrata al GOP, al sentirse olvidados por la coalición progresista en la que los ecologistas, feministas radicales, LGTB y otros colectivos han pasado a ocupar el centro de las preocupaciones del Partido Demócrata. Ahora, esos mismos sectores de trabajadores se están revelando en el Partido Republicano ante lo que viven como una segunda y definitiva marginación. Por otra parte, estos trabajadores están consiguiendo extender en el seno del GOP la oposición al libre comercio. Como es bien sabido en teoría económica, los efectos negativos de acuerdos de libre comercio suelen concentrarse en determinados sectores y regiones, donde la población los percibe con nitidez y angustia. Por el contrario, los grandes beneficios de estos acuerdos se extienden por el conjunto de la sociedad, sin que se perciba claramente su origen por quienes salen ganando, que es la mayoría de la sociedad.
En el campo político, los siete años de Presidencia de Barack Obama también está jugando un papel relevante sobre el electorado republicano, pero –nuevamente- de signo contrario al movimiento inspirado por Bernie Sanders. Desde el comienzo de su Presidencia (enero de 2009) las políticas y la retórica de Obama provocaron un intenso rechazo en los ciudadanos conservadores, surgiendo el movimiento Tea Party -básicamente en el seno del Partido Republicano- cosechando los demócratas un gran fracaso en las elecciones legislativas de noviembre 2010 (de mitad de mandato), pasando la Cámara Baja al control de la oposición. En noviembre 2014 los demócratas recibieron otro sonado revés, perdiendo muchos escaños en la Cámara Baja y también el control del Senado. En estos momentos, el poder republicano en el Capitolio es el mayor en cincuenta años.
A pesar de ello, en los más de cinco años desde noviembre de 2010, los electores conservadores han percibido que su voto apenas ha alterado el rumbo de la política de EE.UU. El Presidente Obama, con su actitud un tanto displicente y sectaria hacia sus oponentes, buscando solo su claudicación en vez de acuerdos pragmáticos en el Congreso, recurriendo en exceso a sus potestades “ejecutivas” (las executive orders), no ha dejado prácticamente que se haga efectivo el predominio republicano en el Capitolio. Por otra parte, no cabe duda que la actitud de los nuevos llegados del Tea Party a Washington no ha facilitado apenas el acuerdo.
Se impone recordar que la cohabitación (divided goverment) entre ambos partidos en el poder federal no siempre ha provocado la parálisis legislativa que se está produciendo bajo Obama. Durante todo su mandato (1981-1988) Reagan no contó con la Cámara Baja y, en los dos últimos años, perdió también el Senado, sin que esto paralizara la aprobación de importantes leyes interiores y sobre política exterior, al practicar Reagan la búsqueda de acuerdos, con cesiones por ambas partes.
Los ciudadanos conservadores, además de culpar a Obama por el bloqueo legislativo y específicamente por ignorar sus preocupaciones, también han vuelto su enfado hacia el establishment republicano, esto es hacia el Comité Nacional Republicano, los senadores, congresistas y gobernadores republicanos, las potentes organizaciones de estudio (think tanks) de este signo y, de modo especial, contra los grandes donantes tradicionales, a quienes se acusa de tener secuestrado al partido.
Parece que ahora cualquier idea o propuesta que proceda del establishment republicano, será inmediatamente rechazada por las bases. De este modo, el partido está siendo desprovisto de gran parte de su autoridad, habiendo desplazado su lealtad buena parte de las bases conservadoras -exclusivamente- hacia una sola persona, el populista Donald Trump.
Pero al mismo tiempo, varios periodistas de derecha están echando en cara al establishment del partido GOP haber perdido el contacto con sus bases, reclamando un cambio de rumbo y de estilo.
En paralelo a esto, el éxito imprevisto de Sanders en esta campaña se interpreta también como un alejamiento de las bases respecto al establishment demócrata, del que Hillary Clinton es hoy su representante más reconocido.
El fenómeno Trump está siendo protagonizado de manera muy marcada por ciudadanos blancos, entre quienes el resentimiento parece ser especialmente elevado. Demográficamente, está en marcha una evolución que hacia mediados de los años 2040 pondrá fin a la mayoría de los blancos en el país. Hasta 1970 el peso de los blancos era muy fuerte: más del 87%, que en 2010 había caído al 72,4%.
Un factor ideológico y cultural de no poca incidencia en la generación de la actual revuelta populista, que procede desde comienzos de los años 90 pero que se ha intensificado bajo Barack Obama, está siendo la rebelión en contra del bozal político e ideológico que ha supuesto el encumbramiento del pensamiento políticamente correcto. Como dice una columnista del WSJ (que en su día redactaba discursos a Reagan, Peggy Noonan): “durante el pasado cuarto de siglo nadie en nuestro país se ha librado de ser reprobado o humillado alguna vez por usar un concepto equivocado o por tener ideas consideradas inapropiadas”.
A fin de cuentas, nadie duda que la intensidad y persistencia de la fronda conservadora ha cogido por sorpresa a todo el mundo, Trump incluido. Esta circunstancia está haciendo que las diversas fuerzas y analistas estén esforzándose a toda prisa por comprenderla y delimitar sus causas, que aún no son del todo conocidas. Todo esto está siendo un proceso emocionante, a la vez que sumamente perturbador para quienes miramos con simpatía a este gran partido, que fundara Abraham Lincoln en 1854.
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